Mi gran amigo José Luis Galiano, que fue pasante mío siendo él muy joven, me enseñó dos cosas de verdadera enjundia: una, que cada cual merece lo que tolera; y otra fue la historia a modo de parábola que me contó sobre de un señor gordo que cayó rodando por las muy empinadas escaleras de una discoteca; los presentes se rieron enormemente por lo gracioso que resulta que cualquier persona gorda tropiece, se caiga y no digamos si rueda escaleras abajo en una discoteca; pero al llegar al suelo del piso inferior resultó que el señor había muerto en la caída; la enseñanza me la dio en forma de pregunta: ¿Cuándo dejó de tener gracia la caída de aquel señor, por muy gordo que estuviera?
Aunque parezca no tener relación, conocí por la prensa y luego por la información que recabé sobre el juicio público y con jurado, un horrible episodio ocurrido en Murcia hace dos agostos: un muchacho de veintimuchos, diagnosticado de muy serios delirios paranoides desde la adolescencia, obtuvo de su buen padre unos cuidados y ayudas como sólo un padre puede dedicar a otro humano. Un mal día el muchacho le dio a su padre una paliza tremenda con un bate de béisbol; el padre no denunció porque no quería que su hijo fuera apartado de los cursos, cuidados y terapias que a su costa le procuraba, ni que fuera a prisión o a un psiquiátrico. También sufrió ese padre unas muy desagradables amenazas, personal y telefónicamente, por parte de su hijo en términos chulescos, y aun así insistió en protegerlo más allá de cuanto podía resultar aconsejable. Al cabo el hijo acechó al padre una mañana, a la hora en que sabía que sacaba a pasear al perro, y lo apuñaló hasta la muerte, tras lo cual inició una enloquecida fuga desorganizada, propia de una persona con la cabeza perdida, fue detenido, se le juzgó y está en un psiquiátrico penitenciario para muchos, muchos años.
Les digo esto porque el humor a lo Groucho Marx no deja de asaltarnos cada vez que el perro y su jauría mueven ficha en su derrota y caída, mal asunto porque no se trata de la clásica sucesión drama/sainete que acontece a quienes olvidan la historia, sino los igualmente clásicos brotes periódicos de los psicópatas delirantes. En lo que nos importa, es tal la ceguera de perrosánchez que dice sin sonrojo que “el ciclo favorable del PP ha acabado” (El País, 26 de julio) y quienes están secuestrados por tal psicópata aplauden como posesos mientras sus propios barones del psoe, faltos del valor cívico preciso para acabar con el mal desde dentro, como ya hicieron en el pasado, se limitan a pedirle que no estorbe, que no les siga restando votos en los territorios autonómicos, mientras consienten que siga quemando gente en la pira erigida en homenaje a su ego enloquecido y obsceno. Ahora el perro va a echar al fuego, tras sacarle hasta los tuétanos, a la risueña Alegría de la que, como de las hienas, no sabemos de qué coño se ríe siendo, como es, responsable a título de autora de la reciente, cobarde y errática política educativa, así como incapaz de defender nuestro idioma, el español, frente a los tocapelotaas golpistas catalanes y a ese tal López, el desgraciado de López, un pobre hombre que ha asumido con entusiasmo el puesto de palanganero mayor y mamporrero del egregio, sin sonrojo alguno y, es verdad, que sin llegar a la constatada infamia de Chaves y Griñán.
Si uno echa cuentas, ha cortado este perro tantas cabezas que lo raro es que la suya la siga teniendo sobre los hombros y no entre las piernas dentro de un ataúd.
El psicópata, en una imagen que podría ser graciosa pero no lo es, está desmontando el tren para alimentar la caldera (¡Más madera, es la guerra!) y damos con un problema antiguo y recidivante: Calígula, Nerón, Domiciano, Stalin, Hitler, Ceaucescu o el gordito mariquita de Corea del Norte fueron y son políticos bajo sospecha psiquiátrica que nadie se atrevió a poner sobre la mesa para forzar una revisión psiquiátrica de los mismos. Si al perro lo recluyeran en un psiquiátrico penitenciario podrían hacer una tesis de verdad -no fraudulenta como la que perpetró el propio perro- que reproduciría en gran parte los apartados propios de un manual de diagnóstico psiquiátrico de casos agudos. Así que no se trata de saber, como en el caso del pobre señor gordo, cuándo dejó de tener gracia el asunto; aquí y ahora se trata de saber cuándo deberíamos empezar a tener miedo, el mismo que debió tener aquel padre, de lo que puede ocurrírsele a este malnacido durante el tiempo que le queda de estar en el convento.